Capítulo IX:
En el Toboso se encuentran don Quijote y Sancho. Temeroso está Sancho que el caballero descubra
su engaño. Que no sabe él donde vive Dulcinea. ¿Cómo va a dirigir a don Quijote hacia ella? Y en esta búsqueda de la casa de Dulcinea, de nuevo veremos como ese mundo real que muestra Sancho se enfrenta al mundo en el que don Quijote vive.
-Ya lo veo -respondió Sancho-; y plega a Dios que no demos con nuestra
sepultura, que no es buena señal andar por los cimenterios a tales
horas, y más, habiendo yo dicho a vuestra merced, si mal no me acuerdo,
que la casa desta señora ha de estar en una callejuela sin salida.
-¡Maldito seas de Dios, mentecato! -dijo don Quijote-. ¿Adónde has tú
hallado que los alcázares y palacios reales estén edificados en
callejuelas sin salida?
-Señor -respondió Sancho-, en cada tierra su uso: quizá se usa aquí en
el Toboso edificar en callejuelas los palacios y edificios grandes; y
así, suplico a vuestra merced me deje buscar por estas calles o
callejuelas que se me ofrecen: podría ser que en algún rincón topase con
ese alcázar, que le vea yo comido de perros, que así nos trae corridos y
asendereados.
-Habla con respeto, Sancho, de las cosas de mi señora -dijo don
Quijote-, y tengamos la fiesta en paz, y no arrojemos la soga tras el
caldero.
Casi se confiesa Sancho ante su señor, pero éste cree que su escudero está burlándose:
-Tú me harás desesperar, Sancho -dijo don Quijote-. Ven acá, hereje: ¿no
te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la
sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que
sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y
discreta?
-Ahora lo oigo -respondió Sancho-; y digo que, pues vuestra merced no la ha visto, ni yo tampoco...
-Eso no puede ser -replicó don Quijote-; que, por lo menos, ya me has
dicho tú que la viste ahechando trigo, cuando me trujiste la respuesta
de la carta que le envié contigo.
-No se atenga a eso, señor -respondió Sancho-, porque le hago saber que
también fue de oídas la vista y la respuesta que le truje; porque, así
sé yo quién es la señora Dulcinea como dar un puño en el cielo.
-Sancho, Sancho -respondió don Quijote-, tiempos hay de burlar, y
tiempos donde caen y parecen mal las burlas. No porque yo diga que ni he
visto ni hablado a la señora de mi alma has tú de decir también que ni
la has hablado ni visto, siendo tan al revés como sabes.
Finalmente, viendo al caballero triste, Sancho consigue convencerle para que espere fuera de la ciudad mientras él busca a Dulcinea. Y así logra evitar contarle la verdad sobre la carta que don Quijote mandó a Dulcinea cuando estaba en Sierra Morena.
Capítulo X:
Empieza este capítulo confesando Cide Hamete que se asombra por las locuras cometidas por don Quijote, pero que quiere ser fiel a los hechos y por eso no va a dejar nada por decir:
Llegando el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo
cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había
de ser creído, porque las locuras de don Quijote llegaron aquí al
término y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun pasaron dos
tiros de ballesta más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este
miedo y recelo, las escribió de la misma manera que él las hizo, sin
añadir ni quitar a la historia un átomo de la verdad, sin dársele nada
por las objeciones que podían ponerle de mentiroso.
Hasta el propio traductor expone su opinión sobre esto:
Y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua.
No deja cabo suelto Cervantes para dar verosimilitud a su obra.
Nos sorprende en este capítulo el uso del monólogo por parte de Sancho, quien una vez solo, piensa cómo salir del atolladero en el que anda metido:
-Ahora bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo
de cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la
vida. Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco de atar, y
aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues
le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: "Dime con quién
andas, decirte he quién eres", y el otro de "No con quien naces, sino
con quien paces". Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las
más veces toma unas cosas por otras, y juzga lo blanco por negro y lo
negro por blanco, como se pareció cuando dijo que los molinos de viento
eran gigantes, y las mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas
de carneros ejércitos de enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no
será muy difícil hacerle creer que una labradora, la primera que me
topare por aquí, es la señora Dulcinea; y, cuando él no lo crea, juraré
yo; y si él jurare, tornaré yo a jurar; y si porfiare, porfiaré yo más, y
de manera que tengo de tener la mía siempre sobre el hito, venga lo que
viniere. Quizá con esta porfía acabaré con él que no me envíe otra vez a
semejantes mensajerías, viendo cuán mal recado le traigo dellas, o
quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador de estos que él
dice que le quieren mal la habrá mudado la figura por hacerle mal y
daño.
De nuevo Sancho pretende engañar a don Quijote. Así continuarán ya sus aventuras y su prometida ínsula estará más cerca. Porque Sancho demuestra ser listo para engañar, pero para poco más. Que seguir creyendo posible que él llegue a ser gobernador de una ínsula...
Pero esta vez le costará a Sancho convencer a don Quijote. Cuando Sancho le indique que Dulcinea viene de camino acompañada por dos de sus doncellas, éste saldrá a su encuentro, pero solo verá a las simples aldeanas que realmente son.
-Yo no veo, Sancho -dijo don Quijote-, sino a tres labradoras sobre tres borricos.
-¡Agora me libre Dios del diablo! -respondió Sancho-. Y ¿es posible que
tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le
parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele estas
barbas si tal fuese verdad!
-Pues yo te digo, Sancho amigo -dijo don Quijote-, que es tan verdad
que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza;
a lo menos, a mí tales me parecen.
-Calle, señor -dijo Sancho-, no diga la tal palabra, sino despabile
esos ojos, y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos,
que ya llega cerca.
Y, diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas; y,
apeándose del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres
labradoras, y, hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
-Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza
sea servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero
vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin pulsos
de verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza, su
escudero, y él es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha,
llamado por otro nombre el Caballero de la Triste Figura.
Convencido por Sancho, nuestro caballero creerá de nuevo haber sido víctima de brujerías...
-Sancho, ¿qué te parece cuán malquisto soy de encantadores? Y mira
hasta dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me
han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi
señora. En efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser
blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala
fortuna. Y has también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos
traidores de haber vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la
transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de
aquella aldeana, y juntamente le quitaron lo que es tan suyo de las
principales señoras, que es el buen olor, por andar siempre entre
ámbares y entre flores. Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegé a
subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció
borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el
alma.
-¡Oh canalla! -gritó a esta sazón Sancho- ¡Oh encantadores aciagos y
malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas,
como sardinas en lercha! Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis.
Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi
señora en agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en
cerdas de cola de buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de
buenas en malas, sin que le tocárades en el olor; que por él siquiera
sacáramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea corteza;
aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a
la cual subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el labio
derecho, a manera de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como
hebras de oro y largos de más de un palmo.