Capítulo LV:
Seguimos acompañando a Sancho, quien continúa su camino hacia el palacio de los Duques. Pero la mala suerte le acompañará y cuando decida parar a descansar, caerá en una sima. Se quejará nuestro escudero de su mala suerte.
¡Ay -dijo entonces Sancho Panza-, y cuán no pensados sucesos suelen
suceder a cada paso a los que viven en este miserable mundo! ¿Quién
dijera que el que ayer se vio entronizado gobernador de una ínsula,
mandando a sus sirvientes y a sus vasallos, hoy se había de ver
sepultado en una sima, sin haber persona alguna que le remedie, ni
criado ni vasallo que acuda a su socorro? Aquí habremos de perecer de
hambre yo y mi jumento, si ya no nos morimos antes, él de molido y
quebrantado, y yo de pesaroso.
E incluso comparará su caída al momento en que don Quijote estuvo en la cueva de Montesinos.
A lo menos, no seré yo tan venturoso como lo fue mi señor don Quijote de
la Mancha cuando decendió y bajó a la cueva de aquel encantado
Montesinos, donde halló quien le regalase mejor que en su casa, que no
parece sino que se fue a mesa puesta y a cama hecha. Allí vio él
visiones hermosas y apacibles, y yo veré aquí, a lo que creo, sapos y
culebras.
Tuvo que pasar toda la noche junto a su rucio, ya que nadie escuchaba sus gritos y lamentos. Pero a la mañana siguiente parecía que sus gritos tampoco eran escuchados. Así que decide comer un poco, que "Todos los duelos con pan son buenos". Pero parece que la suerte empieza a acompañarle, que descubre un agujero por el que puede salir y que hace más grande para poder salir con su asno.
En esto, descubrió a un lado de la sima un agujero, capaz de caber por
él una persona, si se agobiaba y encogía. Acudió a él Sancho Panza, y,
agazapándose, se entró por él y vio que por de dentro era espacioso y
largo, y púdolo ver, porque por lo que se podía llamar techo entraba un
rayo de sol que lo descubría todo. Vio también que se dilataba y
alargaba por otra concavidad espaciosa; viendo lo cual, volvió a salir
adonde estaba el jumento, y con una piedra comenzó a desmoronar la
tierra del agujero, de modo que en poco espacio hizo lugar donde con
facilidad pudiese entrar el asno, como lo hizo; y, cogiéndole del
cabestro, comenzó a caminar por aquella gruta adelante, por ver si
hallaba alguna salida por otra parte. A veces iba a escuras, y a veces
sin luz, pero ninguna vez sin miedo.
Y da la coincidencia de que don Quijote está cerca y empieza a escuchar las voces que Sancho da. Y aquí introduce Cervantes un poco más de humor cuando Sancho se define a sí mismo como "desdichado desgobernado gobernador".
-¡Ah de arriba! ¿Hay algún cristiano que me escuche, o algún caballero
caritativo que se duela de un pecador enterrado en vida, o un desdichado
desgobernado gobernador?
Don Quijote reconoce en esta voz a Sancho y llega a creerlo muerto. Pero ni aún así le niega su ayuda.
-Don Quijote soy -replicó don Quijote-, el que profeso socorrer y
ayudar en sus necesidades a los vivos y a los muertos. Por eso dime
quién eres, que me tienes atónito; porque si eres mi escudero Sancho
Panza, y te has muerto, como no te hayan llevado los diablos, y, por la
misericordia de Dios, estés en el purgatorio, sufragios tiene nuestra
Santa Madre la Iglesia Católica Romana bastantes a sacarte de las penas
en que estás, y yo, que lo solicitaré con ella, por mi parte, con cuanto
mi hacienda alcanzare; por eso, acaba de declararte y dime quién eres.
Don Quijote acude a los duques para conseguir ayuda para sacar a Sancho de la cueva. Y aquí Cervantes parece querer volver a mostrar su opinión sobre los gobernadores del momento, eso sí, con humor.
-Desta manera habían de salir de sus gobiernos todos los malos
gobernadores, como sale este pecador del profundo del abismo: muerto de
hambre, descolorido, y sin blanca, a lo que yo creo.
Pero Sancho pronto se defiende, utilizando, como él bien sabe hacer, el amplio refranero español:
-Ocho días o diez ha, hermano murmurador, que entré a gobernar la
ínsula que me dieron, en los cuales no me vi harto de pan siquiera un
hora; en ellos me han perseguido médicos, y enemigos me han brumado los
güesos; ni he tenido lugar de hacer cohechos, ni de cobrar derechos; y,
siendo esto así, como lo es, no merecía yo, a mi parecer, salir de esta
manera; pero el hombre pone y Dios dispone, y Dios sabe lo mejor y lo
que le está bien a cada uno; y cual el tiempo, tal el tiento; y nadie
diga "desta agua no beberé", que adonde se piensa que hay tocinos, no
hay estacas; y Dios me entiende, y basta, y no digo más, aunque pudiera.
Y ante los duques explica las razones que le han llevado a dejar el gobierno de la ínsula Barataria.
-Yo, señores, porque lo quiso así vuestra grandeza, sin ningún
merecimiento mío, fui a gobernar vuestra ínsula Barataria, en la cual
entré desnudo, y desnudo me hallo: ni pierdo, ni gano. Si he gobernado
bien o mal, testigos he tenido delante, que dirán lo que quisieren. He
declarado dudas, sentenciado pleitos, siempre muerto de hambre, por
haberlo querido así el doctor Pedro Recio, natural de Tirteafuera,
médico insulano y gobernadoresco. Acometiéronnos enemigos de noche, y,
habiéndonos puesto en grande aprieto, dicen los de la ínsula que
salieron libres y con vitoria por el valor de mi brazo, que tal salud
les dé Dios como ellos dicen verdad. En resolución, en este tiempo yo he
tanteado las cargas que trae consigo, y las obligaciones, el gobernar, y
he hallado por mi cuenta que no las podrán llevar mis hombros, ni son
peso de mis costillas, ni flechas de mi aljaba; y así, antes que diese
conmigo al través el gobierno, he querido yo dar con el gobierno al
través, y ayer de mañana dejé la ínsula como la hallé: con las mismas
calles, casas y tejados que tenía cuando entré en ella. No he pedido
prestado a nadie, ni metídome en granjerías; y, aunque pensaba hacer
algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, temeroso que no se
habían de guardar: que es lo mesmo hacerlas que no hacerlas. Salí, como
digo, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi rucio; caí en
una sima, víneme por ella adelante, hasta que, esta mañana, con la luz
del sol, vi la salida, pero no tan fácil que, a no depararme el cielo a
mi señor don Quijote, allí me quedara hasta la fin del mundo. Así que,
mis señores duque y duquesa, aquí está vuestro gobernador Sancho Panza,
que ha granjeado en solos diez días que ha tenido el gobierno a conocer
que no se le ha de dar nada por ser gobernador, no que de una ínsula,
sino de todo el mundo; y, con este presupuesto, besando a vuestras
mercedes los pies, imitando al juego de los muchachos, que dicen "Salta
tú, y dámela tú", doy un salto del gobierno, y me paso al servicio de mi
señor don Quijote; que, en fin, en él, aunque como el pan con
sobresalto, hártome, a lo menos, y para mí, como yo esté harto, eso me
hace que sea de zanahorias que de perdices.
Capítulo LVI:
Otro capítulo que nos va a arrancar más de una sonrisa. Don Quijote vuelve a adquirir el protagonismo. Está dispuesto a enfrentarse en contienda justa al caballero que había deshonrado a la hija de doña Rodríguez. Pero ese joven ha huído. Y el duque, para seguir con la burla, hace que su lacayo Tosilos ocupe su lugar. Confiado en la fortaleza de su lacayo, le advierte que debe vencer a don Quijote, pero sin herirle.
Después desto, cuenta la historia que se llegó el día de la batalla
aplazada, y, habiendo el duque una y muy muchas veces advertido a su
lacayo Tosilos cómo se había de avenir con don Quijote para vencerle sin
matarle ni herirle, ordenó que se quitasen los hierros a las lanzas,
diciendo a don Quijote que no permitía la cristiandad, de que él se
preciaba, que aquella batalla fuese con tanto riesgo y peligro de las
vidas, y que se contentase con que le daba campo franco en su tierra,
puesto que iba contra el decreto del Santo Concilio, que prohíbe los
tales desafíos, y no quisiese llevar por todo rigor aquel trance tan
fuerte.
Pero justo cuando el combate va a tener lugar, el amor aparece...
Parece ser que, cuando estuvo mirando a su enemiga, le pareció la más
hermosa mujer que había visto en toda su vida, y el niño ceguezuelo, a
quien suelen llamar de ordinario Amor por esas calles, no quiso perder
la ocasión que se le ofreció de triunfar de una alma lacayuna y ponerla
en la lista de sus trofeos; y así, llegándose a él bonitamente, sin que
nadie le viese, le envasó al pobre lacayo una flecha de dos varas por el
lado izquierdo, y le pasó el corazón de parte a parte; y púdolo hacer
bien al seguro, porque el Amor es invisible, y entra y sale por do
quiere, sin que nadie le pida cuenta de sus hechos.
Y el lacayo Tosilos prefiere no luchar y casarse.
Y, aunque Tosilos vio venir contra sí a don Quijote, no se movió un paso
de su puesto; antes, con grandes voces, llamó al maese de campo, el
cual venido a ver lo que quería, le dijo:
-Señor, ¿esta batalla no se hace porque yo me case, o no me case, con aquella señora?
-Así es -le fue respondido.
-Pues yo -dijo el lacayo- soy temeroso de mi conciencia, y pondríala en
gran cargo si pasase adelante en esta batalla; y así, digo que yo me
doy por vencido y que quiero casarme luego con aquella señora.
Quedó admirado el maese de campo de las razones de Tosilos; y, como era
uno de los sabidores de la máquina de aquel caso, no le supo responder
palabra. Detúvose don Quijote en la mitad de su carrera, viendo que su
enemigo no le acometía. El duque no sabía la ocasión porque no se pasaba
adelante en la batalla, pero el maese de campo le fue a declarar lo que
Tosilos decía, de lo que quedó suspenso y colérico en estremo.
Así que el duque no consiguió lo que quería, burlarse de don Quijote. Nuestro caballero, en cambio, encaja bien el hecho de que al final no hay combate. Y comprende la decisión del lacayo, al igual que Sancho.
-Yo, señora, quiero casarme con vuestra hija, y no quiero alcanzar por
pleitos ni contiendas lo que puedo alcanzar por paz y sin peligro de la
muerte.
Oyó esto el valeroso don Quijote, y dijo:
-Pues esto así es, yo quedo libre y suelto de mi promesa: cásense en
hora buena, y, pues Dios Nuestro Señor se la dio, San Pedro se la
bendiga.
(...)
-Él hace muy bien -dijo a esta sazón Sancho Panza-, porque lo que has de dar al mur, dalo al gato, y sacarte ha de cuidado.
Pero cuando Tosilos se quitó la celada y descubrió su verdadero rostro, tanto doña Rodríguez como su hija se dieron cuenta de que no era el joven que la había deshonrado.
-¡Éste es engaño, engaño es éste! ¡A Tosilos, el lacayo del duque mi
señor, nos han puesto en lugar de mi verdadero esposo! ¡Justicia de Dios
y del Rey, de tanta malicia, por no decir bellaquería!
Pero don Quijote vuelve a creer que todo es por culpa de los encantadores que siempre lo persiguen y quieren siempre manchar sus victorias.
-No vos acuitéis, señoras -dijo don Quijote-, que ni ésta es malicia ni
es bellaquería; y si la es, y no ha sido la causa el duque, sino los
malos encantadores que me persiguen, los cuales, invidiosos de que yo
alcanzase la gloria deste vencimiento, han convertido el rostro de
vuestro esposo en el de este que decís que es lacayo del duque. Tomad mi
consejo, y, a pesar de la malicia de mis enemigos, casaos con él, que
sin duda es el mismo que vos deseáis alcanzar por esposo.
Y el duque aprovecha esto para descargar su ira sobre el lacayo, por haberle privado de su deseo de burlarse y reírse nuevamente de don Quijote.
-Son tan extraordinarias las cosas que suceden al señor don Quijote que
estoy por creer que este mi lacayo no lo es; pero usemos deste ardid y
maña: dilatemos el casamiento quince días, si quieren, y tengamos
encerrado a este personaje que nos tiene dudosos, en los cuales podría
ser que volviese a su prístina figura; que no ha de durar tanto el
rancor que los encantadores tienen al señor don Quijote, y más, yéndoles
tan poco en usar estos embelecos y transformaciones.
Finalmente, la hija de doña Rodríguez decide casarse con el muchacho. Quizás sus motivos no estén cercanos al amor, eso sí...
-Séase quien fuere este que me pide por esposa, que yo se lo agradezco;
que más quiero ser mujer legítima de un lacayo que no amiga y burlada
de un caballero, puesto que el que a mí me burló no lo es.